viernes, 29 de agosto de 2014

El avión que sonríe


El avión que sonríe  (Cuento)

Era tarde ya. Las nubes del final del día ocultaban los últimos haces de luz.  Cerca a una ventana, Juan, el niño de la casa, sentía el ruido poderoso del último pájaro mecánico. Así les decía Doña Lola, su abuelita, a los aviones.  A Juan le gustaban los aviones. Imaginaba que en uno de ellos vendría, llena de maletas y regalos, su progenitora, aquella que un día muy lejano de sí, se había ido de la casa con su nuevo amor, en busca de mejor fortuna.

Su abuela Lola, era una matrona, una señora respetada y querida por todos;  servicial y solidaria.  Cuando se enteraba de la dificultad de algún vecino, enviaba a Juan a invitar el vecino a su casa.

Un día, doña Lola le dijo a Juan: “Vaya mijo, dígale a doña Tere, que venga a desayunar”. Doña Tere, había enviudado recientemente.  Su compañero, un jubilado de una empresa muy importante de la región, la había dejado sin un centavo, sin herencia.  Pues al morir, descubrió ella, tenía esposa e hijos por otras latitudes y en su testamento solo los nombró a ellos.
Doña Lola, conocedora de la situación, sintió enojo e impotencia por la señora Tere y quiso ayudarla mientras ella, muy joven todavía, rehacía su vida. Juan, seguía pendiente de los aviones. La casa de Juan era de puro bahareque; en sus estructuras podía evidenciarse parte de la colonización antioqueña: guadua y esterilla, boñiga y unas rudimentarias formas de construir.
Una mañana, muy temprano, Juan ve con alborozo como un avión pasa muy cerca del techo de su casa y grita con ahínco: “¡Mamá, mamá…por fin vienes!”. Juan pensó que después de tanto tiempo, su madre vendría allí, en ese avión, y traería consigo muchos regalos e historias que contar. Feliz por su percepción fue y despertó a doña Lola y le susurró al oído: “abuela, hoy sí llegó mi mamá.  Complácela con un desayuno bien sabroso; que tenga calentao”.  La abuela sonrió y le siguió la corriente al niño: “Está bien mijo.  Es posible que hoy sí”.  Ella, por un momento, pensó con algo de nostalgia, que no era posible que su hija viniese en ese aparato, ya que en una carta reciente, ella le manifestaba claramente que tardaría un tiempo en regresar, puesto que su nuevo esposo había empezado a trabajar en un destacado proyecto y que se veía iba a durar.   Para calmar la euforia de Juan, a ella se le ocurrió invitar a almorzar a Tere. Y pedirle a ella el favor de hacer que el niño pensara en otras cosas distintas a los aviones.   Dicho y hecho. Juan fue a casa de Tere y le llevó el mensaje de la invitación.  Tere, triste y resignada, aceptó complacida.  Pasadas unas horas, la abuela logró que Juan olvidara su visión de la mañana y se dedicara a jugar un rato con la viuda de la cuadra.  La noche se acercaba otra vez y con ella la tristeza de Juan, que veía, a través de su ventana, cómo otro día pasaba sin el retorno de su madre. Unas cuantas lágrimas, silenciosas, brotaron de sus ojos de niño. Sabía él, que su abuela mitigaba su dolor con un trato especial y con actividades distractoras.  Pero no era Juan de esos infantes fáciles de convencer.  Juan era tozudo. Su misma abuela lo era.  Siempre decía: “Lo que uno no haga por sí mismo, nadie lo hará por uno”. Y seguía: “En la vida, mijo, hay que insistir en lo que queremos, para que se dé”.   Él insistía en que su mamá, debía llegar para agosto, pues cumplía años en ese mes. Y decidió, dejar pasar varios aviones sin emocionarse demasiado.   Agosto empezó y con él, los madrugones de Juan, la ventana, Tere y los desayunos con calentao de la abuela.

Doña Lola, había decidido un día invitar a Tere a quedarse en su casa, mientras el amor volviera a sonreirle.  A Juan no le gustó mucho al principio, pues la abuela dedicaba gran parte del tiempo para él, en atender las conversaciones con Tere, pero poco a poco se acostumbró, pues Tere era muy acomedida y laboriosa: hacía las camas, organizaba pisos y baños y jugaba con él por ratos.  La cocina, sí era zona exclusiva de la abuela; nadie más que ella podría preparar los deliciosos fríjoles con coles de Juan: robustos, de aroma inconfundible, de sabor exquisito.

Tere conoció en la casa de una amiga a un señor, dizque extranjero, le comentaba la abuela a Juan. “Y el tipo le prometió que vendría pronto por ella para llevársela a su país”.    Juan volvió a sentirse triste.  Pues ahora que estaba encariñándose con su nueva amiga, ya también se iba a ir… Y muy seguramente en avión, como su madre, ya que ese país era muy lejos. 

Agosto llegó.  Juan  ya estaba en la escuela y debía madrugar mucho más y alejarse, por supuesto, de su amiga muda: la ventana. 

Le escuchó decir un día a uno de sus profesores, que cuando los padres se tienen que ir en busca de fortuna, se demoran en regresar.  Ésta revelación, escueta y cruel, causó una explosión de sentimientos en el corazón de Juan.  Lloró todo el día, en silencio.  Y no quiso comer a pesar que la abuela había cocido para él sus sabrosos fríjoles.  La abuela ya estaba algo enferma, pues había empezado a sufrir de los riñones y aquélla dolencia se le estaba complicando.  Tere ya casi no iba a dormir a la casa; pues se la pasaba donde sus otras amigas a la espera de noticias de su enamorado lejano.  Un día cercano a diciembre, Juan se acostó muy cansado.  Se durmió enseguida y empezó a soñar.  En su sueño, Juan veía cómo los aviones expresaban sentimientos.  Vio él, en el sueño, pasar un avión sonriente sobre el techo de su casa y de una de sus ventanillas, la mano agitada de su madre.  Juan se llenó de dicha y sintió una emoción indescriptible.  ¡Por fin se había dado, su madre había vuelto! El sueño se prolongó mucho.  En la mañana, al despertar, se dio cuenta que la casa estaba llena de vecinos, que sus tíos lloraban y temblaban mientras consumían café;  el tinto mañanero de la abuela.

Juan sintió curiosidad por aquella escena y quiso ir al cuarto de su abuela, pero una tía suya lo atajó en el camino y le dijo: “Tienes que ser fuerte Juancito, ella te quiso mucho y desde el cielo te va a cuidar y a guiar”.  A Juan le pareció todo un sueño.  Salió a la calle y entendió que estaba despierto.  Los carros pasaban, las personas iban y venían.  Los aviones volaban por las nubes.  Regresó a casa inundado por dentro.  Sus lágrimas se agolparon en sus ojos y su llanto no salía de su pecho.  Al observar el panorama encontró a Tere y su nuevo amor, juntos y llorando.  En su recorrido ¡Oh, sorpresa! Vio la figura especial y soñada de su madre;  vestida de negro y con sus ojos rojos y ojerosos de tanto llorar.  No podía creerlo.  Su mamá había vuelto después de tanta espera y de tantos aviones observados y él no la había visto llegar. ¡Era inaudito! A Juan le pareció que el mundo se acababa para él.  Había regresado su madre, sí, pero muy cambiada, fría y triste...Y se había ido su abuela; su cuidadora, su amiga, su confidente. Ya los aviones no importaban. Ahora, Juan, sólo quería volver a soñar.





Esp. Jorge Isaac López López
jorgeisaac342@yahoo.es
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@jorgeisaac342
© 2014

Algunos estadounidenses son estúpidos...